Las olas rompían en la orilla de la playa, mojando levemente mis pies, la brisa soplaba humedeciendo con gotas de rocío mi piel.

La tarde caía, el cielo mostraba hermosos colores violetas azulados; pensaba en ti, deseaba tu presencia, la anhelaba. De pronto mi piel se erizó como atravesada por una fina descarga eléctrica. Sí… ese efecto tiene en mí el roce de tus dedos. Sin voltear siquiera, sabía que estabas ahí. Te acomodaste detrás de mí, mi espalda semidesnuda pegada a tu pecho, tus manos acariciaban mi pecho, bajando hasta mi vientre, tus piernas alrededor mío. Besabas mis hombros, mientras tu respiración en mi nuca me transportaba lejos de la gente.

Yo sólo podía decir entre susurros: te amo, te amo. Tu cuerpo me aprisionaba de tal manera que, me impedía volverme y buscar tus labios. Podía imaginar tu sonrisa adivinando mis deseos.
Poco a poco, la oscuridad iba ganando terreno. Tus caricias se fueron haciendo más audaces y descaradas. Jadeaba, a cada caricia tuya mis manos recorrían suavemente tus piernas. Tu mordisqueabas mis orejas, mientras decías con tu acento tan especial, con esa voz profunda y grave, que me hace estremecer: te quiero, te deseo.

Me escape de tu abrazo y corrí al agua, estaba fría, pero mi ser entero ardía por dentro, las olas acariciaban mi cuerpo; tú mirabas divertido mientras te retaba a seguirme. Entraste al agua, más por deseo de terminar lo comenzado, que por ganas de mojarte.

Me seguiste, y yo te deje atraparme. Deseaba tu cuerpo, quería tus besos, anhelaba tus caricias.

Ahí de pie, dentro del agua, frente a frente, mirándonos a los ojos, supimos que nuestro amor es de los que duran para siempre, de esos amores que no entienden razones, que no conocen fronteras, ni temen a las distancias, de esos amores sublimes que traspasan tiempo y espacio.

Nuestros labios se buscaron, ávidos de saborear la dulzura del amor. Nuestros cuerpos se juntaron, fundiéndose uno al otro, nuestras manos buscaban afanosamente los puntos exactos que nos hacen vibrar de placer. Lentamente, sin prisa, cada uno despojó al otro de las prendas que nos cubrían, dejando al descubierto la poca piel que faltaba por acariciar.

Los suspiros y jadeos se hacían cada vez más fuertes, hasta convertirse en gemidos de placer y deseo. Sin darnos cuenta estábamos en la orilla. Sólo podía pensar en la inminente entrega de nuestros cuerpos. Me recosté en la arena, tu cuerpo me cubrió, me sentía desfallecer al sentirte sobre mi, sin dejar de besarme tus hábiles manos recorrían el camino hacía mi sexo, las mías se deslizaban por tu espalda.
Sentía crecer tu virilidad a cada roce, nuestros cuerpos se amoldaron, se fundieron en una sublime conjunción de amor, deseo y placer.

El universo entero pareció estallar en una oleada orgásmica de placer. Así, sin separarnos, seguimos besándonos, acariciándonos, dejando que nuestros cuerpos continuarán hablando el lenguaje sublime del sexo con amor. Cuantas veces llegamos al clímax del placer, no lo sé, sólo sé que, mucho tiempo después, nuestros cuerpos cansados, pero satisfechos, reposaban abrazados en la arena, bañados por los rayos plateados de la luna.

Haciendo brillar en mí, las gotas de tu amor.


Comments (0)